“CARTA DIRIGIDA A UNA MUJER SUMISA Y ABNEGADA”
Viñuela, a 19 de marzo de 2015
A ti, mí querida mujer
del 2015
¿Que decirte en estos momentos?, de
nada sirven las palabras de consuelo ni siquiera las de ánimo cuando una se
siente tan lejos de sí misma. Sólo se me ocurre contarte mi historia. Acógela como una antorcha, que
ilumine el camino de vuelta a ti misma. ¡Porque aún es posible regresarte!
Una vez en la vida fui Mileva Maric. Corría el
año mil novecientos cuatro, por aquel entonces, yo era una reservada muchacha
de mente inquieta que atesoraba infinitas ideas y sueños, planificando sobre
ellos mi futuro. Nací coja de la pierna derecha pero con las aspiraciones
suficientes para aventurarme y matricularme en el Instituto Politécnico de
Zúrich. El único de los pocos centros de enseñanza superior europeos que
admitía a mujeres; y fue así como comencé a transitar por un mundo reservado
hasta hacía bien poco, sólo al paso de los varones. Pronto aprendí a descifrar
la teoría de los números, cálculo diferencial e integral y a manejar la teorías
electrodinámicas. Me volqué en el estudio, logrando obtener las mejores
calificaciones de todo mi expediente académico. Me sentía llena, soñaba alto. En clase era la única mujer de un grupo de
once alumnos, entre los que se encontraba un joven Albert Einstein. Un día, al
entrar al aula tras el descanso matinal,
me cedió el paso. Y fue a partir de ahí, de ese acto tan simple, cuando
empezamos a ser visibles el uno para el otro. En los días siguientes fuimos
objetos de furtivas miradas de reojos hasta que los numerosos bancos provistos para dos
cuerpos que salpicaban los alrededores del instituto fueron testigos mudos de
nuestros primeros encuentros y animados debates sobre física. Intercambiábamos
conocimientos y reflexiones que me
hicieron adquirir una nueva dimensión del mundo, más allá de la seguridad y de
la protección que me proporcionaban las paredes del laboratorio, donde por
entonces transcurría la mayor parte de mi existencia. Y así, sin darme cuenta, así de sencillo, me
enamoré de él.
Hasta
aquí pareciera mi querida amiga que fue el comienzo de una gran historia de
amor, entre una muchacha adelantada a su
tiempo con un futuro prometedor fuera de los fogones y un muchacho de mente abierta, tanto para entender que el amor
era dejar ser, dejar llegar, aun cuando un prejuicio costase más de romper que
un átomo. Y lo fue. Los primeros años de casados lo fueron. Poco se alteró
nuestro delicioso mundo, nació nuestro primer hijo y con él se despertaron en
mi, nuevos sentimientos. ¿Se podría cuantificar el amor? Podía resolver
complejas ecuaciones matemáticas, pero no determinar cuánto podía querer a un ser tan
pequeño que apenas era un extraño en mi vida. Me di cuenta entonces, que hay cosas que son
incuantificables. Los sentimientos no se
cuentan, se sienten. Disfruté de mi pequeño y de aquella nueva experiencia de
abrigar en el regazo a un hijo. Mi segundo hijo llegó un años después, nació
con un retraso mental. Al principio creí que el suelo se abría en dos y que mi
maravilloso mundo se caía dentro, pero hay una fuerza muy poderosa que
otorga la maternidad, quizá sea el
instituto que llevamos de nuestros antepasados más primitivos, de proteger a
nuestros cachorros, que nos dota de una fuerza que no sabemos de dónde sale,
para hacer frente a las circunstancias más adversas. Por un tiempo logre sostenerlo, traté por todos los medios de que todo siguiese encajando en nuestras vidas. En ese
tiempo, todavía ayudaba a Albert en la preparación de las clases y
conferencias que impartía. Y le quitaba horas al sueño, para seguir con mis
estudios tras agotadoras jornadas con mi hijo enfermo. Pero todavía era Mileva.
Mi marido por su parte, se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo e investigaciones sin que nada de lo que estaba aconteciendo en la vida familiar le rozase. Poco a poco sus teorías fueron consiguiendo la admiración y el reconocimiento de científicos muy reputados. Abriéndosele paso un esplendoroso futuro. En el fondo era lo que se esperaba de él. Su fama comenzaba a crecer a la vez que se fue creciendo también nuestro distanciamiento y recelo. Mis reproches por no asumir su papel de padre, en la misma medida que había asumido yo el de madre y sus argumentos egoístas, desde mi parecer, hicieron que comenzara a ver la otra cara del hombre del que me había enamorado: impasible en apariencia, indescifrable en pensamientos. Fue un tiempo de simulos, silencios, desapegos.
Mi niño empeoraba día a día, cada vez necesitaba más de mi atención y cuidados. Entre, en esa vida de forma consciente afrontando la posibilidad de dejar de ir mis sueños y con ellos un pedazo de mi ser, pero ante todo era madre y mis hijos estaban por encima de todas las cosas. Asumí mi suerte natural. En el fondo era lo que se esperaba de mí.
El
final de mi matrimonio estaba ya muy cerca. Mi marido aceptó un puesto de profesor en una de las universidades más
prestigiosas de Berlín y la posibilidad de trabajar como
investigador en los laboratorios de Max Plank, un afamado físico. En un primer
momento me negué a trasladarnos por las dificultades que representaría para mí,
vivir en una ciudad como Berlín, tan grande, tan desconocida, pero lo que más
me dolió fue el hecho, de que él, no me
tuviese en cuenta para decidirse. Ya no nos soportábamos, aquella negación a
mudarme por mi parte y la toma de
decisiones autónomas por la suya, no
hicieron nada más que estirar nuestras
posturas hasta el límite de hacerse
extremas. No obstante me trasladé a vivir con Albert y los niños a Berlín.
Al
llegar, me impuso una serie de normas por escrito:
- Tendrás que encargarte de que mi ropa
este siempre ordenada.
- Se me sirvan tres comidas diarias en mi
cuarto.
- Mi dormitorio y mi estudio estén siempre
en orden y de que nadie toque mi escritorio.
- Debes renunciar a todo tipo de
relaciones personales conmigo, con excepción de aquellas requeridas para el
mantenimiento de las apariencias sociales.
- No debes pedir que me siente contigo en
casa.
- Salga contigo o te lleve de viaje.
- Debes comprometerte explícitamente a no
esperar afecto de mi parte y no me reprocharas por ello.
- Debes responder inmediatamente cuando te
dirija la palabra.
- Debes abandonar mi dormitorio mi estudio
en el acto.
- Prometerás no denigrarme cuando así te
lo demande yo ante mis hijos, ya sea de palabra o de obra.
A la vez que descubrí
que ya había otra mujer en su vida.
¿Cómo
era posible que esto, nos estuviese sucediendo? ¿Que nos había pasado? ¿Donde
estaban esos dos jóvenes enamorados e ilusionados que prometieron ser
compañeros de viaje, de una vida que se les abría paso prometedora? ¿Porque nos
bajamos tan pronto del tren? ¿Dónde estaba Mileva?. Mileva, ya no estaba, era la única pregunta que podía contestarme. Había dejado de reconocerme en ella. Me convertí en su
sombra o mejor dicho llegué a sentir que nunca había existido.
No
pude más, a los pocos meses regresé a Zúrich con mis hijos. A pesar de todo conservé el apellido Einstein hasta el final
de mis días. Algunos lo interpretaron como una reivindicación silenciosa de mi
trabajo en el éxito de mi marido, otros ni siquiera entendían como podía seguir
llevándolo. El corazón tiene razones que la razón no entiende.
El propósito de esta carta amiga mía, no es
más que desprenderme de la amargura y hacer las paces con mi pasado, conmigo misma.
Pero ante todo, que desde esta desnudez de mi alma, te sirva como claridad. No existieron culpables ni errores. Solo hubo
elecciones, sólo cumplimos con aquello que se esperaba de nosotros y en el
fondo es, lo que aún se espera de un
hombre y una mujer aunque haya pasado más de un siglo. Los convencionalismos,
sutil manera de ir moldeando la voluntad
de las personas, dividiendo, marcando diferencias, devorando vidas. Abrid los ojos amigas, todos somos iguales, pues
estamos hechos de la misma energía. Hombre y mujer, en esencia, todos somos
átomos.
Desde el infinito para ti,
Mileva Einstein.
Mileva Einstein.
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